jueves, 22 de diciembre de 2011

PUTA NABIDAZ


Me arde la cabeza. Siento un extraño calor que me recorre toda la nariz. Me siento obligado a caminar cabizbajo y con aire abatido por la calle. Tengo la sensación de que mi cuerpo está helado. El único calor que siento en este momento es en mi nariz taponada. La noche se ve iluminada por las farolas y las luces de los coches que recorren las calles. El aire es frío y a cada exhalación le sigue una nube de vaho que contrasta con la negrura de la noche.
Sin embargo, no estoy solo. A mi lado caminan la chica que me gusta, y su novio.
Me hundo en la bufanda para evitar resfriarme, aunque ya no creo que sea posible evitarlo.
Quiero cerrar los ojos, dormir. Tumbarme y abandonarme al dulce sueño del cansancio. Descender a las profundidades del subconsciente, o simplemente no pensar en nada hasta la mañana siguiente, en la que espero despertar renovado. Quiero hundirme hasta las rodillas en el dulce elixir del olvido. Quiero que mi nariz esté libre de obstáculos, mi mente libre de prejuicios, mi cuerpo tumbado y arropado. Quiero dejar de sentir ese calorcito que siento al respirar en uno de mis conductos nasales. Quiero dejar de pensar en la chica que me gusta como la chica que me gusta, sino como amiga. Quiero un lanzallamas para que arda toda la estupidez que me rodea. Quiero una taza de chocolate. Pero, por encima de todo, quiero sonarme.
Paramos. Sólo he alcanzado a oír las palabras ‘manifestación’ y ‘concierto’ durante los últimos pasos. Paso el peso del cuerpo de una pierna a la otra, esperando que se despidan. La cabeza me molesta horrores, y comienzo a repasar mentalmente el mito del nacimiento de Atenea. Siento un extraño sabor en la boca.
Alzo la cabeza para sentir el frío viento azotándome el pelo. Siento la sangre que es bombeada a mi cerebro recorrerme la cabeza a ritmo de jazz. De pronto tengo la certeza de que estoy pálido y con los ojos rojos tras los cristales de las gafas. En fin, un adonis.
Parece ser que volvemos a movernos, ahora sólo ella y yo, por lo que he podido oír entre mis penosos esfuerzos para que el aire siga circulando por mi cuerpo, él se va a un concierto.
Y mañana fin de año. Eso significa que he aguantado otro año más en este mundo, para la consternación de los que me rodean. Hace un año, exactamente, estaba en Inca, en casa de mis primos. Me sentía tranquilo en esa casa, quizá vuelva en Año Nuevo.
Ahora estoy en Palma recorriendo la calle en lo que me esfuerzo por reconocer grata compañía, pero cabizbajo y sin dejar de pensar en narices chorreantes, ventanas abiertas, y demás símbolos de la vida sana.
Me preguntan que si me lo he pasado bien. Que si volvería. Sinceramente.
Tras esperar un segundo a que la respuesta llegue al cerebro y éste la procese, le digo que sí, que me han caído todos bien, y que volvería. No sé si soy sincero, sólo sé que si vuelvo será por disfrutar de su compañía. En cuanto a los demás, bueno, me han caído simpáticos. Muy simpáticos, pero soy consciente de que son sus amigos. Soy consciente de que no tengo un grupo de amigos, de que no sé si lo he llegado a tener. Soy consciente de que a toda la gente que me considera un buen amigo no me la tomo en serio.
Me gusta pensar que lo soy, por supuesto. Incluso mi reiterada negación de que soy un buen amigo y que sé escuchar sólo se debe a mi deseo de enardecer mi autoestima.
También soy consciente de que debería girar ya. Pero disfruto de la compañía. Me dice que si no me reñirán. Objeto que no hay nadie en mi casa.
Vuelvo a caminar cabizbajo. Hablamos de cómo aporrea el teclado, y de cómo suelta hostias sin previo aviso. Por supuesto, ella lo niega. Aspiro aire, y me quedo aún más cabizbajo.
Llegamos a su portal. Habrá que despedirse, pienso de pronto. No es exactamente un pensamiento triste, es un pensamiento lógico. Un pensamiento esperado. Le digo ‘adiós’, y me dispongo a irme, cuando me dice que espere, que me dará un beso.
En mi mente se dibuja una mueca sarcástica que parece exclamar ‘¿tanta pena doy?’. Me acerco, por supuesto. He olvidado la cabeza, la nariz, la fiebre, y sólo sigo consciente de que estoy frío.
Y ella no.
Me da un beso en cada mejilla.
Quiero besarla. Decirle que me gusta. Quiero abrazarla y llorar, como un niño que acude llorando a su madre tras herirse, en busca de consuelo. Sabe que la madre no puede hacer que le duela menos, que no puede mitigar su dolor, pero sabe que le dirá que no es nada, que pasará el dolor, que lo consolará y que comparte su dolor.
Quiere saber que hay alguien que le ‘compadece’. No existe ningún verbo en castellano derivado del sustantivo ‘compasión’, pues lo hemos asociado a ‘compadecimiento’. Por eso, en todas las lenguas romances, compasión no es algo bonito. La compasión implica dolor. En otros idiomas que han incorporado ‘compasión’, han tomado el significado latino. Compartir pasión, sentimientos. Saber que los sentimientos no le son indiferentes a alguien.
Por eso, tanto lo que busca el niño, como lo que yo busco, no es ser consolado, sino una huida de la soledad. Buscamos compasión, pero no ser compadecidos. Busca saber que es más que un trozo de carne dotado de funciones motrices para alguien.
Me alejo lentamente, ella entra en su casa. Mientras avanzo oigo petardos, pero no me interesan demasiado. Pienso en mis emociones anteriores, me avergüenzo de la mayoría. Sé que si no la he besado, es porque me sentiría demasiado culpable para hacerlo, y todo ese rollo de los abrazos y la compasión, bueno, no es más que un rollo.
Camino solo hacia mi casa. Camino lentamente, pues todo mi malestar inicial ha vuelto. Ahora, además, me molesta el cuello.
Durante un rato camino paralelo a un quillo, y casi me da la sensación de que me va a abordar y Dios sabe qué más.
Quiero tardar en llegar a mi casa. Ser libre. Quiero que cuando llegue no haya nadie. Quiero ponerme a escuchar música. Beethoven, Vivaldi, Mozart, tal vez. Quiero pensar. Escribir.